Demetrio

 

    Toda obra literaria, toda obra artística tiene un autor, un creador que la sitúa con voluntad y firmeza dentro del canon literario y artístico en la larga serie en la que la obra se integra y a la que acoge —o contra la que se constituye, más bien. 

    Sinfonía de Praga, la novela que hemos escrito, quisiera haber aparecido sin autor conocido o reconocible que salga a acompañarla por los caminos y senderos que ha de transitar o que acuda a socorrerla de las múltiples asechanzas y peripecias que, sin duda, habrá de correr.

    Novela dejada así interrogativamente al albur de los lectores como alma en pena, como perro sin dueño, sin un caballero andante que endereze tuertos, desfaga agravios, enmiende yerros, la defienda de las insidias o la ampare en las necesidades que, sin duda, habrá de sufrir.

    El autor de Sinfonía de Praga  asume así, aunque de manera casi anónima —que es más bien de manera apócrifa (Francisco Rico lo dice)—, un papel subordinado, que es, sin embargo, el del dios todopoderoso y eterno —fama y fortuna— que a trancas y barrancas va haciendo avanzar su creación y su obra a la búsqueda de la obra de arte total y única.

    El autor de Sinfonía de Praga estaría, así, autorizado a desaparecer, escritas ya todas las palabras —¡realización completa!